lunes, 12 de agosto de 2013

El viaje al infierno de Iván René Valenciano

Valenciano, a corazón abierto

Valenciano en su nueva faceta. Aquí, en una práctica con los niños del programa 'Todo bien por Killa'. "Hablarles a ellos me hace feliz", dice.

Fue uno de los máximos goleadores del fútbol colombiano. Un ídolo. Pero nunca fue feliz.

El día de su cumpleaños número 37 se levantó con ganas de fiesta. Llamó a unos amigos y la noche de aquel sábado comenzó una rumba que casi lo deja sin sentido. Bebió hasta el delirio. Al amanecer se acordó de que esa tarde su equipo, el Alianza Petrolera, de Barrancabermeja, se enfrentaba al Valledupar, en la segunda división. Era el 2009 y estaba en el ocaso de su carrera. “¿Qué más da?”, pensó. Y se durmió. Cuando se levantó fue directo al estadio, a la banca de suplentes. “¡Estás borracho!”. “¡Gordo hijueputa!”, le gritaron los hinchas cuando lo vieron. Su equipo empezó a perder. Él tenía la cabeza nublada por el licor, pero el técnico le anunció que lo necesitaba. “Estoy listo”, le dijo. Y entró. Su primera jugada fue un tiro libre que fue a dar a cualquier parte. Abucheos. La segunda vez, le tiraron una pelota larga. Gol. Poco antes de que terminara el encuentro pateó un tiro de costado. Directo al ángulo. Ganaron 2-1.
Iván René Valenciano. El ‘Bombardero’, le decían. ‘Iván el Terrible’. El ‘Cachetón’. Una máquina de hacer goles, potente con ambas piernas. Dicen que sus remates alcanzaban los 120 kilómetros por hora. Campeón con Junior en 1993 y 1995, tres veces goleador del fútbol colombiano y el máximo anotador hasta que el argentino nacionalizado colombiano Galván Rey superó los 217 goles que había hecho en 370 partidos. En sus más de 20 años de trayectoria llegó a ser el amo en las canchas. El artillero que le resolvía los ‘chicharrones’ a su equipo. En el Junior ya es leyenda una vieja consigna que se grabó en la mente de los jugadores que compartieron terreno con él: ‘pónganle todos los pases al ‘gordo’, que él resuelve’. En 1992 el Atalanta de Italia compró su pase por 4,8 millones de dólares, una cifra récord. Fue una aventura nefasta que lo trajo de vuelta a Colombia muy poco tiempo después, pero aquí volvió a brillar. Si se pone a sacar cuentas, cree que en los mejores momentos de su carrera acumuló unos 4.000 millones de pesos. Solo con Junior recibía 120 millones al mes. Pero estaban los excesos, el alcohol, la comida chatarra que lo convertía en una mole: llegó a pesar 100 kilos, con 34 años. Y, sin embargo, fue una estrella. A pesar de él y de la locura. Ahora que lo piensa, se siente bendecido. El clásico ejemplo de esos personajes que se dan de cabeza contra el asfalto una y otra vez, pero a los que la vida se empeña en concederles una segunda oportunidad. Y una tercera. Y una cuarta. Hasta que te vas al carajo y te deslizas por un despeñadero.
Barranquilla, 12 del día. El barrio Simón Bolívar, al sur de la ciudad, donde nació y creció Iván Valenciano, está atravesado por un inmenso bulevar, una columna vertebral que es su alma y nervio, su sello de identidad. A lado y lado florecen todo tipo de negocios. Desde misceláneas, cacharrerías, casinos, restaurantes y tiendas de empeño hasta estaderos que desde tempranas horas de la tarde (cualquier día de la semana) desatan un tsunami musical que arrasa de extremo a extremo. Todo aquí es bullicio. Si uno dice Simón Bolívar, dice Valenciano. Más ahora, que se pasea por sus calles como en los inicios. A sus anchas, saludando a los pelaos, jugando los sábados por la tarde en la cancha de fútbol, sin rastro de lo que fue. No faltan los comentarios falaces. Los rumores que desde hace años alimentan una leyenda negra a su alrededor. Que Valenciano está perdido en el alcohol y las drogas. Que está arruinado. Que se lo llevó la depresión. Que ha intentado suicidarse. ¿Cuánto hay de verdad y cuánto de fábula?
Aparece dos horas después de lo acordado. Trae unos audífonos y viene bailando, con aires del típico barranquillero bacán. Se acerca tarareando un reguetón: “Si él ya no te responde, si él ya no llama. Si estás necesitadaaa”. Se ve delgado. “Peso 82 kilos, antes las camisetas no me quedaban”, me contará después. Unas canas se le asoman en el pelo cortado al ras y se le marcan muchas líneas en la frente. La dentadura luce perfecta y artificial, producto del cambio extremo al que se sometió en un reality y que incluyó también un balón gástrico.
La casa en la que creció, y en la que regresó a vivir con su madre, apenas ha cambiado. La terraza grande, las rejas, el suelo agrietado. Dentro, los muebles viejos, la sala amplia y fresca sin una sola pista de sus glorias pasadas. Nada que indique que aquí reside un hombre que hizo historia en el fútbol colombiano con sus goles. Ni un trofeo, ni una foto. Al menos a simple vista. “¿Nos vamos?”, pregunta. Y nos subimos a un taxi rumbo a un centro comercial en busca de aire acondicionado para mitigar el calor.
“¿Te diste cuenta? ¡El taxista venía prendido! ¿Notaste el olor?”. Se ríe a carcajadas. “Uf, si lo hubiera sabido, yo habría fumado marihuana y no me habría metido con las pastillas para dormir. Todo el mundo piensa que soy drogadicto, pero mis únicos vicios han sido el alcohol y las mujeres. Y las pastillas: cuando dejé el fútbol comencé a sufrir de insomnio. Era extrañísimo, porque me sentía raro sin el camerino, sin el estadio lleno. Hasta me hacía falta que me gritaran ‘cachetón, hijueputa, cachetón’. Y no es que yo disfrutara mucho eso, pero de repente estaba lejos de todo y no podía dormir. Y ahí es cuando mi vida se trastoca”.
Dicen que el insomnio es el principio de la locura...
“Casualmente tomo un medicamento que le dan a los locos. El año pasado estuve cuatro días en una clínica por una adicción a un fármaco para dormir, Zolpidem. Comencé tomando media pastilla, luego una, después dos. Y hubo un momento en el que un sobre de 30 no me servía. No podía estar sin eso. Cuando dejé el fútbol tenía propuestas buenas para trabajar, pero no me hallaba. Después vino una etapa depresiva, nada me llenaba, nada me hacía feliz. El Zolpidem ya no me hacía efecto, y me dio un ataque de ansiedad. Si no me voy para el hospital, me habría acabado la caja y me habría muerto. Tomaba las pastillas incluso jugando. Era un kamikaze. Andaba con el sobre en el bolsillo y también tomaba trago. En la clínica convulsioné cuatro veces. Cuando me desintoxicaron, los dedos se me doblaban y no podía caminar. Nadie me vio porque salí por atrás. En los periódicos dijeron que había sido un preinfarto. En la calle, que una sobredosis”.
* * * *
Esta tarde tan calurosa en Barranquilla, Valenciano va destapando capítulos de su vida como si se tratara de una caja de Pandora. No hay resentimientos ni ánimo victimista. Es aséptico. A veces parece que está hablando de otra persona. Desembarca en su infancia. En el cuento de un niño que quería jugar baloncesto y ser ingeniero de sistemas, pero al que su padre, exfutbolista, obligó a decantarse por el fútbol cuando descubrió su potencial. Ariel Valenciano, jugador del Junior en distintos períodos entre 1971 y 1981, su vida de excesos era bien conocida. Cuando vio la fuerza que tenía el pequeño Iván en sus piernas, supo que allí había una mina. “Mi papá nunca se preguntó qué quería yo. Solo quería que lo salvara, que lo sacara de la pobreza. Le interesaba el dinero, no le importaba si estudiaba o no. Una vez me prohibió viajar con la selección Colombia de baloncesto porque había perdido cuatro materias. Pero al mismo tiempo llegó la convocatoria a la selección Colombia juvenil de fútbol y me dijo: ‘Tienes que ir’. Yo jugaba por necesidad, porque en el barrio el dueño de un equipo me daba 100 pesos y me cambiaba pollos por goles; la situación en mi casa era muy dura, a lo mejor no había comida, mis papás estaban separados y mi papá andaba en lo suyo. Para mí el fútbol era un hobby, no mi meta. ¿Y qué pasó? Que comencé a ganar mucha plata ese año. Era 1988. Yo tenía 17 años. Ahí comencé a perder el horizonte”.
Un amigo de Iván René cuenta, en un arrebato de sinceridad extrema, que estando en la cumbre, en los 90, casi todos los que lo rodeaban le celebraban sus desfases. “No fuimos capaces de orientarlo porque él nos callaba la boca con sus goles”. Esos fueron los años de la desmesura. Del brillo y la gloria. Del ídolo que aparecía en primera plana siempre sonriente, dispuesto a comerse la red contraria, con imprudencias (en 1997 se vio involucrado en un accidente de tránsito cuyas consecuencias lo persiguieron hasta mucho tiempo después; incluso fue a parar a la cárcel durante varios días en el 2002), sí, pero con goles. Pero lo que verdaderamente latía en el fondo era la desazón, la amargura. La falta de conciencia sobre sí mismo, el sentirse ajeno a todo aquello, la oscuridad. “Nadie ha sabido nunca por lo que yo he pasado. Nadie sabe cómo vivía por dentro, lo que sentía. Porque yo no era feliz jugando al fútbol. Nunca lo fui. Yo no me quería. Era un goleador que se levantaba de la cama por obligación, sin pasión. ‘Ah, qué pereza tener que ir a entrenar ahora’, decía. Y no disfrutaba”.
Entre el 2008 y el 2012, Iván René Valenciano se embarcó en un viaje hacia algo muy parecido al infierno. Todo el mundo sabe cuáles fueron sus tropiezos durante su etapa futbolística, pero ignoran lo que había detrás y lo que vino después, tras su despedida en el 2009. Su mundo terminó de saltar por los aires cuando sobrevino su segunda ruptura de pareja tras diez años de convivencia y cuando se vio frente a una situación económica complicada. Varios de sus allegados cuentan que la debacle financiera fue obra y gracia de los malos manejos que su padre le dio al dinero. Valenciano no dice que sí, tampoco que no, hay un cierto pudor al hablar de eso: “El dinero no me importaba, solo quería que mi familia estuviera bien”. Pero reconoce que muchas veces tuvo que destinar enormes sumas para hacer frente a los desastres que iba dejando Ariel por el camino. De la lluvia de millones, prácticamente no quedó nada.
Puede que esta sea la primera vez que Iván René Valenciano se enfrenta a sus demonios sin miedo. Ahora que mira hacia atrás, aquí sentado, tras más de tres horas de charla, cae en la cuenta de que el ejercicio de abrir su corazón no es más que otro intento de exorcizar el drama que ha rodeado su vida. Una buena manera de decir ya no más. Borrón y cuenta nueva. Le pregunto si eso incluye al alcohol.
“El trago no fue un problema cuando jugaba fútbol. Después, sí. Hubo un tiempo, no hace mucho, en el que no me importaban ni mi mamá, ni mis hijos. No quería vivir. Quería acabar con todo y dejar de sentirme así. Me levantaba a las once de la mañana y me iba para una tienda y bebía todos los días. Todos. Lo más triste era tomar trago sabiendo que me iba a despertar sin un peso. Perdí millones en propuestas relacionadas con el fútbol y la televisión porque era imposible salir de la cama. Parecía un desechable. Aún me tomo mis tragos, pero no como en aquella etapa, cuando lo hacía para ahogar las penas”.
* * * *
Las siguientes veces que nos vimos parecía aliviado. Había algo que lo hacía ver más relajado, como si se hubiera quitado un gran peso de encima. Ahora, dice, su vida es distinta. O al menos lo intenta. “Siento que estoy empezando a sanar. Ahora me miro y entiendo el valor y la capacidad que tengo. Después de las terapias con el psiquiatra entendí muchas cosas, y en esas estoy, comprendiendo mi vida y lo que ha sido. Siento que me quiero, que se acabó el dolor. ¿Sabes qué es lo que más me hace feliz? Dar charlas a los niños y contarles mi historia. A ellos y a sus padres, para que no repitan mis errores”.
Desde hace un tiempo Valenciano vive de participar en partidos de exhibición y actualmente trabaja en un programa de la alcaldía llamado ‘Todo bien por Killa’, que visita barrios desfavorecidos y propicia conferencias y entrenamientos gratuitos con niños y jóvenes hasta los 17 años. Así que aquí estamos, en la Unidad Deportiva Carlos Valderrama, a un lado del estadio Metropolitano, escenario de tantas de sus gestas. Los chiquillos se arremolinan a su alrededor: “Lo más importante es que entiendan que uno no puede ser profesional del fútbol si no puede ser profesional de su vida. Y el estudio es lo que los va a ayudar a salir adelante, porque el fútbol muchas veces pasa por suerte. Por pura casualidad”.
Camino de su casa, después del entrenamiento con los chicos, nos detenemos otra vez en el mismo centro comercial en el que nos hemos reunido durante los últimos días. Le pregunto cómo se imagina de aquí en adelante. “Siendo un gran entrenador”, responde. Volvemos a hablar de la relación con su padre. “Me duele que nunca nos hayamos podido sentar a dialogar de verdad. No era fácil. ¿Sabes que nunca me dijo que me quería? Al menos nunca lo hizo sobrio. Y yo tampoco le dije lo mucho que lo amaba. Por eso mi reto es no permitir que este capítulo se repita con mis hijos”.
Si la vida de Iván René Valenciano fuera una película, puede que la última escena sea él en una esquina, esperando a que pase el último bus. Quizás el último tren. Tratando desesperadamente de regresar a ese territorio inexplorado que es él mismo.
Ahora, o nunca.
Sus hitos
Las estadísticas que marcaron la historia de ‘Iván el Terrible’.
1. Junior
Su debut profesional fue el 23 de octubre de 1988, con el Junior de Barranquilla. Es el máximo goleador de la historia del equipo, con 158 anotaciones.
2. Goles
En toda su carrera marcó 280 goles. Es el máximo anotador colombiano, con 217 tantos. Lo superó el argentino nacionalizado colombiano Galván Rey.
3. Colombia
Con la Selección Colombia jugó 29 partidos entre 1991 y 2000. Marcó 13 goles. El que hizo frente a Argentina por las eliminatorias de USA-94 es el que más recuerda.
4. Equipos
Militó en diez equipos de primera división en Colombia y en dos de la segunda. También jugó en equipos de Italia, México, Brasil y Ecuador. Se retiró en el 2009.
TATIANA ESCÁRRAGA
EDITORA REDACCIÓN DOMINGO

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