martes, 27 de marzo de 2012

El Junior: la querida de Barranquilla

Por Juan Gossaín

El Junior de Barranquilla, “¡qué maravilla!”, “tu papá”, el más reciente campeón de Colombia, el que ha conquistado siete veces el campeonato, representa mucho más que a un equipo: condensa al Caribe y representa a su ciudad.
Detesto el fútbol, pero amo al Junior.
Lo que pasa es que el Junior es mucho más que un simple equipo de fútbol. Junior es, para lo bueno y lo malo, igualito a los barranquilleros: sorprendentes e ingeniosos, pero también díscolos. Luchadores y al mismo tiempo indiferentes. Cuando ponen el alma no los vence nadie. Lástima que no la pongan todos los días.
No hay en Colombia una institución deportiva que se parezca tanto a la gente que la rodea. Es por eso que el Junior representa algo más importante que once hombres afanosos que corren detrás de una pelota. “Si el fútbol tuviera sentido”, sugería Borges, “deberían darle un balón a cada jugador”. La frase tiene su gracia, ni más faltaba, aunque no se trata de eso, naturalmente.
El juniorismo es un estado de alma. Una manera de ser. Una actitud ante la vida. Una posición frente a las crudezas el mundo. El día en que Junior pierde, como si fuera una fatalidad del destino, se va la luz en Barranquilla; si el equipo hace agua en el campeonato, la ciudad amanece inundada por los arroyos, aunque sea verano. Es fácil adivinar, por lo contrario, que el Junior ha ganado, sin necesidad de oír el estropicio que forman los comentaristas radiales, porque el lunes sale el sol más temprano y hasta el sepulturero del cementerio de Calan-Cala tiene una sonrisa de triunfador pintada en la cara.
“La querida de Barranquilla”
Nadie definió mejor esa relación, y en menos cantidad de palabras, que Álvaro Cepeda Samudio, ese gran escritor barranquillero nacido en el Magdalena. “Junior es la querida de Barranquilla”, dijo un día, y los demás entendimos inmediatamente lo que quería decir. Nadie tuvo necesidad de pedir explicaciones.
El marido infiel llega a la casa de su amante por la puerta del patio, a escondidas, con anteojos negros y el cuello alzado, con la ingenua ilusión de que nadie lo reconozca, aunque el barrio entero sabe el cuento completo desde el primer día. El hombre se va quitando la camisa desde la entrada, le hace a su barragana caricias y carantoñas, pero de pronto, a la hora de sentarse en la mesa, estalla en cólera.
--No vuelvo más a esta casa, con esa sopa fría y el jugo caliente --grita, arrojando la silla, y se va de un portazo.
Pero a los ocho días vuelve, arrepentido y mansito, como si nada hubiera pasado. Lo mismo ocurre con el hincha del Junior. “No vuelvo más nunca a este estadio, a ver ese equipo de mierda, estos vagos que ni siquiera sudan, maldita sea mi suerte”. Y así se le pasa el partido entero, refunfuñando, mientras pelea con el árbitro desde lejos y regaña a cada jugador, uno por uno. Pero sálvenos Dios si otro espectador se atreve a hacer los mismos comentarios y con idénticas palabras.
Al domingo siguiente es el primero que está de regreso, con una gorra de beisbolista y un cojín de plástico para sentarse. Se levanta, canta el Himno Nacional y comienza con la misma cantaleta: “Quién me manda a mí a venir a este estadio…”
La desgracia mayor
Nunca he podido olvidar la conversación que escuché hace como treinta años en la puerta del venerable estadio Romelio Martínez. Un hombrecito pálido, que vestía bermudas de bluyín, hablaba con su amigo mientras avanzaban en la cola de espectadores. Yo iba detrás de ellos. Era evidente que no se habían vuelto a ver en los últimos tiempos. El primero le contaba al otro los sucesos más recientes de su vida, recitándole una verdadera letanía de desgracias.
En una sola semana su mujer se había fugado con un taxista, su hijo perdió el año en la escuela, el banco le había embargado la casa y lo acababan de despedir del empleo. Mientras le entregaba la boleta al portero se volvió hacia su amigo, que lo escuchaba con una dolorosa cara de pesar, suspiró con desconsuelo y le dijo:
--Ahora solo falta que pierda el Junior.
La ciudad de los iguales
Hay quien dice que lo único que hace iguales a los hombres es la muerte. Lo dudo, porque he visto unos muertos más iguales que otros. Barranquilla, en cambio, tiene la virtud de igualar a toda la gente. He oído feligreses que llaman “brother” al señor arzobispo y él les contesta tratándolos de “viejo man”. El dueño de la fábrica en la Vía 40 saluda a Luchito, el obrero, y él le contesta: “Ajá, mi hermanito, y tú, qué?” Eso lo aprendieron desde niños porque, a despecho de la vanidad humana, debajo de un capuchón de carnaval todo el mundo es igual. Debajo de la camiseta del Junior también.
Las gentes del Caribe saben que cuando la pobreza aprieta más de la cuenta, y cuando el barro se pone duro, como les dicen a las penurias económicas en Barranquilla, hay un camarada leal que nunca te abandona. Es el humilde e infaltable arroz, la comidita del rebusque. Cuando no alcanzan los centavos para una yuca o tres plátanos –porque de carne ni hablemos– el arroz te saca de apuros.
A ese arroz blanco y solitario de los pobres le inventaron una sazón en Barranquilla, para engañar el estómago: compran una almohadilla de salsa de tomate, que es muy barata, y, de arriba hacia abajo, le van poniendo a la bandeja de arroz una franja de salsa, luego dejan un espacio en blanco, otra línea roja seguida de una blanca, hasta que terminan de adornarlo. A los colores verticales de aquella sucesión de listas le pusieron un nombre incomparable: se llama “arroz Junior”.
Sí se pudo
Hace poco más de un mes los hombres del Junior tenían que disputar dos partidos contra Millonarios para ver si llegaban a las finales. El primero lo perdieron 3-0 en Bogotá. El naufragio parecía peor que el de un crucero italiano. Les quedaba una sola oportunidad, con el juego siguiente en Barranquilla, para hacer el esfuerzo descomunal de remontar semejante desventaja.
Cundía el desaliento. A cualquiera otro una diferencia tan grande le habría arrugado el alma, pero a un barranquillero no. Al día siguiente, el diario El Heraldo, que tanto se parece a Barranquilla y al Junior, puso un titular gigantesco en primera página: “Sí se puede”.
Esa misma mañana el dueño de una humilde cafetería que vende arepa de huevo en la calle de San Blas tuvo la idea de recortar el título con un cuchillo de la cocina. Lo pegó en el vidrio de la calle. Como en Barranquilla no hay secreto que aguante media hora, antes del mediodía la misma frase aparecía colgada en las estaciones de gasolina, en los tenderetes de vendedores ambulantes, en los hospitales, en el parabrisas de los automóviles, en los grandes almacenes, en la ventana de los apartamentos, en el atrio de una iglesia, en las farmacias, en las barberías de varones, donde se prohíbe hablar de política para evitar peloteras, como si hubiera algo más de qué hablar en una peluquería.
Antes de que cayera el sol sobre el viejo muelle de Puerto Colombia, Barranquilla estaba tapizada con el lacónico letrero de tan solo tres palabras. Se trataba de algo muchísimo más valioso que un emocionante encuentro deportivo. Era una ciudad entera la que se desafiaba a sí misma y se daba ánimos para lograrlo. De nuevo se había puesto en marcha aquel viejo espíritu indomable que creó la navegación fluvial, las primeras aerolíneas, las grandes empresas.
Ganaron y clasificaron. Ese lunes El Heraldo pregonaba en su primera página: “Sí se pudo”. Jamás en mi vida he visto una tilde más rotunda que esa ni más merecida. Veinte días después eran campeones. Mejor dicho: nada de qué asombrarse. Barranquilla es así. El Junior también…

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