lunes, 2 de agosto de 2010

Tarde de llovizna y nostalgia tiburona


Entre gritos y resoplidos de su vuvuzela, el abogado Geraldino León revivirá nostalgias en unas gradas que conoce desde niño. Le mostrará a su hijo Gerardo, 15 años, la cuna donde nació su pasión por el Junior, mientras lavan y engrasan su carro en un lavadero a la vuelta del estadio Romelio Martínez.

Ante la falta de parqueaderos, lo dejó allá y aprovechó. Es una de las ventajas que le encuentra Geraldino a esta peculiar jornada de fútbol dominguero, según relata en la fila de entrada al Romelio, a dos horas de que empiece el primero de los partidos que el equipo tiburón disputará en ese escenario, mientras se refacciona el terreno del estadio Metropolitano.

Quizá nunca se habían escuchado tantos ofrecimientos de sol y sombra en los alrededores de la carrera 46 con calle 72; a las 2 de la tarde un batallón de revendedores ofrece por $20 mil un puesto en alguna de esas tribunas. Tampoco se habrían visto tantos niños pidiendo “una monedita para la boleta, de corazón”. Ni los ríos rojiblancos, de miles de hinchas mezclados con comerciantes ambulantes. La cotidianidad del Metro rodeó al Romelio.

Geraldino, 46 años, no recuerda exactamente cuándo fue su primera vez en este estadio. Se acuerda que solo le alcanzaba para pagar boleta en sol, ahora compró dos en sombra. “Estaba muy pelao –en términos de juventud y de dinero– ahora traigo a mi hijo”. Coincide con Darío Galvis, 63, en que antes era un poco distinto. Para empezar, a nadie le pedían que se quitara la correa. “El guarapo lo servían en vasos de vidrio, y nadie lo tiraba”, dice Darío, en la fila rociada por un sereno amenazante, que hace temer lo peor de las nubes negras. Él trajo una vieja bandera que solo tiene las dos estrellas con las que se despidió el Junior de aquí.

“Todo era sano”. Darío se ríe, mientras evoca esas épocas en las que se volaba por el llamado ‘callejón de los meaos’, usando una cabuya para saltar la pared y entrar sin pagar. Más de una vez la Policía lo descubrió. “Me levantaban a fuete. Ya ahora uno paga su entrada”.

A las 3 siguen cayendo gotas, que parecen más rápidas y más gordas cada vez. También más y más hinchas de marcados contrastes generacionales, bajando de buses y taxis a sumarse a la tarde de nostalgia futbolera. Como Pedro Márquez Fandiño, 78 años, que viene de la mano con sus nietos Néstor y Carlos Blanco Márquez, de 11 y 9 años. Pedro dice que en su juventud era mejor, porque era más barato y no había desórdenes. Prefiere el Romelio, “está bueno aquí, los rateros no vienen hasta aquí, no se meten a robar”. Su nieto Carlos no duda en contradecirlo, “el Metropolitano es más grande”. El niño no parece muy conmovido por el asunto de las añoranzas.

Los niños vinieron fue a ver fútbol, a apoyar al equipo que le da color a la camiseta que visten. Esa pasión mantendrá vigente la ceremonia tiburona, sea en el templo de las dos estrellas, o en el que ganó cuatro.

A las 3:15 ya el sol ha ahuyentado algunas nubes. Cerca de 20 miembros de la barra de Los Kuervos hacen resonar tambores, y ondean una gran bandera mientras entran al estadio. Llegaron en los buses de Transmetro, esa otra novedad que pasa al fondo por una vía cercada entre vallas metálicas.

Ellos son de los pocos que lamentan, en cierto modo, el cambio de cancha. No por el transporte, “fue fácil por el Transmetro”, dice Ricardo Ángulo, miembro de la barra. Vinieron muchos menos, apenas unos 500, de los mil que son. Pero fue porque “no es lo mismo rumbear en tu barrio, en tu casa, que en la de otro”.

Quizá no sepa que este fue el ‘rumbeadero’ original de Junior hasta 1986, antes de quedar chico para la fiesta rojiblanca, y ceder su espacio a otra pasión barranquillera: las fiestas carnavaleras.

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