lunes, 24 de mayo de 2010

El ‘vía crucis’ y la felicidad del ‘triunfo’ juniorista


Por Rainiero Patiño Martínez

Ayer a las 5:45 de la tarde, segundos antes al partido Junior-Medellín por un cupo a la final del fútbol profesional colombiano, Barranquilla era una ciudad ‘sitiada’ por una ‘religiosa’ pasión.

La calle Murillo era una gran pista de carreras, los escasos automóviles que la transitaban hacían peligrosos piques de velocidad, la única meta era la pantalla de un televisor. Las esquinas colmadas de feligreses rojiblancos eran variadas congregaciones que se preparaban para la ‘ceremonia’.

Una llovizna melancólica caía por sectores, la tarde se oscurecía, pero el optimismo era una ola inmensa que ‘iluminaba’ los rostros de los hinchas barranquilleros.

Con la seguridad de quien sabe lo que tiene entre sus manos los seguidores del Junior apostaban todo por la clasificación a la final del torneo. “Es que por lo menos hoy aguantamos caída” decía un veterano hincha para referirse al resultado del primer partido.

Los televisores se apoderaron de las terrazas y la alegría currambera se volvió bicolor.

La ‘Sede Juniorista’, uno de los más emblemáticos ‘templos’ de adoración tiburona estaba a reventar, no había silla para tanta gente. Rostros de todas las edades se arremolinaban apretujados, de cualquier lado saltaba un grito desaforado de “Junior, Junior, Junior”.

En sus pequeños ‘altares’ los grupos de amigos se entregaban por completo a la ‘alabanza’. Por momentos la gente se olvidó del calor y del tiempo, todos los sentidos estaban concentrados en la pantalla, hipnotizados por el balón.

Los minutos iniciales del juego fueron de emociones variadas. Con el tiempo la preocupación se fue apoderando de la gente, cada ataque ‘poderoso’ se materializaba en suspiros.

Y tanto va el DIM al arco que al fin se rompe. Las caras comenzaron a languidecer en los fanáticos de poca fe. Los más convencidos se aferraban a sus símbolos y a sus santos. Lo mejor era terminar la primera parte del ‘vía crucis’ como fuera, pero por nada del mundo se podía poner la otra mejilla.

Los 15 minutos del receso no alcanzaron para las divagaciones triunfalistas, el volumen alto de la música fue el paliativo momentáneo para la ‘junioritis crónica’. “Falta la segunda parte del parto”, gritó alguien a todo pulmón.

Más al norte, en La Troja, otro santuario mítico de los barranquilleros, las jugadas discurrían entre patadas de timbal y cabezazos de trombón. Globos azules, rojos y blancos daban la bienvenida a los invitados, nadie cumplía años pero todos querían celebrar.

El pabellón local izaba en lo más alto del asta la bandera de la nación juniorista.

Las camisas floreadas de los bailadores fueron reemplazadas por las rayadas “rojiblancas”. La relación entre tiempo de juego y “frías” era directamente proporcional.

Con los últimos ataques “poderosos” se cumplieron las más dolorosas de las penitencias. Héctor Jairo Parra, el árbitro del encuentro, para descanso de su madre y de la hinchada local, pitó decretando el final del juego.

La llovizna terca insistía en caer pero a la gente nada le importó, todos estaban irradiados por la luz de una estrella, la sexta, que empezó a asomarse en el horizonte. Todos brincaron y se dispusieron para irse a celebrar en paz, no sin antes darles gracias al Señor.

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